sábado, 16 de enero de 2010
Siento.
Pensando en cómo empezar, no llegué a ninguna conclusión. En desmedido desorden escribiré de una vez por todas lo que está pasando. Desde ahora plasmaré las palabras que se me han estado cayendo de los ojos por estos días... estos malditos días sin saber qué hacer.
He estado mirando hacia atrás, viendo viejas fotos y antiguos comentarios, lo cierto es que en el pasado todo resultaba más sencillo. Con el correr del tiempo ya todo se ha complicado, sin saber por qué, ¿Recuerdas que alguna vez dijiste Te amo y que ya no me dejarías ir más? (...). Los años nos están pudriendo, e inclusive así, todo es cada vez más intenso.
Todavía intento contarle a alguien lo triste que me siento, pero me es imposible utilizar palabras para describir el dolor que tengo por dentro y no puedo curar con mis propias manos, tan sólo me conformo si pueden sentir mi tristeza espesar el aire.
Te cuento como han sido los días desde que estamos así... despierto, desesperada porque en el día no tendré ningún diálogo contigo y de manera lamentable, dejo caer una lágrima entre las sabanas que aún velan mis sueños inconclusos. Me levanto, con una firmeza que apenas logro mantener, dado que no me sostendrás si caigo. Llega la hora de comer, pero no tiene sentido, si al fin y al cabo ni un alimento llenará el vacío que tengo en el cuerpo, tengo otro tipo de hambre; tengo hambre de besos y promesas. Camino, con la conciencia gastada por el peso de los recuerdos. Miento, diciendo que estoy muy bien. Digo la verdad, admito que estoy destrozada después de todo. A mi corazón se le escapa un grito, asumiendo que Te extraño cada día más. Lloro una vez más, recordando que me mentiste. A mi pensamiento se le escapa un grito aún más potente, obligándome a que guarde silencio. De mi cuerpo huye un suspiro, requiriendo que tus manos le den un alivio. Vengo de vuelta, tratando de no derrumbarme por el hecho de que no te encontraré de regreso. Vuelo a mi lecho, sigilosa, para que nadie consulte con respecto a mi derribado humor. Me doy cuenta, todavía vivo, pero necesito de ti para poder vivir mucho más. La noche se viene encima, intento dormir, tratando de ignorar inútilmente que el día que viene empezará y terminará de manera similar.
Recuerdo la última vez en que nos vimos, precisamente es el día que no puedo olvidar. Te juro que nunca me sentí igual. Aquella mañana... entrando a tu casa nueva, besándonos y acariciándonos con furia de encuentros esperados. Y de súbito a tu cama que, efectivamente, espero por un encuentro de almas y no de perros en celo. Sin decir nada, pues la piel no tiene derecho a emitir palabra, el deseo es la poesía que espera a ser escrita. Todo porque un beso interminable nos callaba la boca y nuestras lenguas jugaban a no separarse jamás. Nos despojamos de toda prenda, que a la hora de caer ya se convertían en harapos invertebrados. Saludándose cordialmente se hallaban nuestras piernas, antes de reabrir el umbral que estaba dormido. No bastando con tenernos cerca, nos recorrió lo que nos mantenía piel y piel, y comenzamos a tenernos cada vez más dentro, y más dentro, hasta mantenernos en el movimiento que anhelábamos tener en nuestro cuerpos. Y cómo calmar ese placentero dolor, si ni la eternidad puede saciar la necesidad de morir así, con las ganas fervientes de no desatarnos más. La laguna entre tu pecho y el mío hizo que mi corazón saliera a flote, permitiendo que también fuese penetrado por ti. Nuestras bocas explorando cada rincón, dejándonos besar hasta en lo más profundo de nuestro ser; ahora mi cuerpo extraña de sobremanera tu aliento que se está yendo. Anhelo devorarme tu aliento robándote un beso desesperado, mientras me quedo con tu aroma a cigarrillo. Ver tu cara de placer, fue mi mayor placer. Y luego el roce de mis uñas por tu espalda, viéndote casi dormir entre mis piernas. Sin exagerar, confieso que el tiempo ya no tenía sentido, pensé que ya nadie sangre de mi sangre esperaría mi regreso, sentí que podía sobrevivir sin comer nunca más, que el sol nunca dejaría de vivir en tu almohada, que no sentiría más sed porque tenía la fuente de tu boca, que habían pasado siglos y seguía ahí contigo, eterna. Lo ves, es imposible que en otra oportunidad me haya sentido así, sólo contigo me pude flechar con un momento de esos. Ahora tengo claro que ningún coito tuvo significado, que todo lo demás ha sido una unión grotesca de carnes luchando por superioridad y un orgasmo, de esos encuentros que se dan por olvidados cuando las piernas dejan de temblar.
Puede que sea inútil que lo mencione, pero Te quiero, y aunque sea indigno, quiero pedir que me disculpes por quererte tanto. Perdóname, por ser yo y no otra. Perdona mi dolor. Y perdóname que aún llore por lo ocurrido.
Todos me han dicho que no hable de ti, que no Te extrañe y no Te quiera. Sé que ninguno de ellos llegara a sentir una pena tan intensa, pues soy una de las pocas que no sufre de orgullo excesivo ni de venganza en espera. Concluyo que mi pecado ha sido mi enorme bondad, eso es todo. Sabes, no necesito canción alguna para dedicarte, ni poema alguno para cautivarte; me basta mi propia escritura para poder explicar mi estado delirante. Ya no necesito ironías para decir algo, tampoco indirectas, sólo la triste e impresionante verdad.
Date por enterado, que si las penas mataran, mi cuerpo ya estaría carcomido, a punto de desaparecer. No soporto estar a punto de estallar, sosteniendo mi corazón con una mano al lado izquierdo para que no me abandone.
Me resigno, pero no me acostumbro a los días así; sin ti. La mañana entra todos los días por la ventana, así como yo atravesaría tu puerta; delicada, sin vergüenza, tibia y nunca enterada de lo que pueda ocurrir después...
sábado, 9 de enero de 2010
Cambios I.
Contaba con euforia las horas, tachaba con cruces los días pasados. Iba en una cuenta regresiva que cada vez aumentaba el tamaño de mi sonrisa. Varias veces al día me buscaba en el espejo para decirme a mí misma que estaba siempre bella, esperando a nuestro nuevo encuentro. Le recordaba a cada instante que pronto nos veríamos, y él me contestaba que ojalá el tiempo pasara mucho más rápido, entonces ambos sonreíamos simultáneamente a lo lejos.
Entonces llegó el día. En vez de sentir mariposas en el estómago, yo creía ser una de esas criaturas, porque hasta alas podía ver enhebradas en mi espalda, es cierto, ya podía volar hasta sus brazos eternamente protectores. Ansiaba tanto oír un Te quiero aflorando de su boca y cayendo en mi cabello. Así fue: Te quiero -me dijo-, y yo a ti -le respondí mientras mi cabeza reposaba en su pecho-.
Me llevó por calles en las que ni en sueños había transitado. No conocía su nuevo hogar, pero ya estaba ahí, paciente a que el amor hiciera lo suyo. Me volvió a decir Te quiero, y le volví a dar la misma respuesta, mientras un beso nos comenzaba a otorgar completo silencio. Poco dialogamos, pues la piel expectante no emite palabra alguna; el deseo es poesía esperando a ser escrita. No hubo nada que reprochar, ni siquiera algo para debatir; el resto fue pasión, ésa que estaba guardada desde hace mucho y repartida entre sueños sucesivos. Nunca antes sentí algo similar, pero será tema para otra ocasión...
Viene el problema. A pesar de todo lo ocurrido, se ha alejado. Está guardando distancia, ya no me habla, al parecer, no hay posibilidad de vernos. Me dice que quiere un poco de paz, pero no entiendo, necesito al menos darle una palabra de aliento, y no creo ser un caos en su vida para que me pida aquéllo. Sólo lo quiero ayudar, mas no me deja hacer nada por él. Mi corazón se ha viciado extrañando cada buen momento, cada sensación, cada palabra, y en resumen, su sola presencia frente a mí. Lo necesito, pero dudo que él a mí. ¿Será el calor quien habrá derretido todo? (...)
A todos les he intentado contar como me siento realmente, he llorado cuanta lágrima a solicitado escapar de mis ojos encendidos de incertidumbre, y aún así no consigo calmar este dolor. Nadie entenderá cuánto duele, pues me es imposible decir “Pon tu mano aquí, con la yema de tus dedos acaricia de arriba hacia abajo, siente la profundidad de esta herida, y ahora si puedes, presiona hasta el fondo para que el dolor se retire de su zona” (...)
Sólo quiero un retorno o esperar por el final. Caigo de una nube y no sé dónde esté el tope de este maldito vértigo. Por favor, que ya no duele con tanta insistencia esta jodida grieta.
viernes, 8 de enero de 2010
Tenía miedo.
Aparentaba más edad de la que tenía, pues su altura destacaba sobre todas las cabezas de los transeúntes y sus gafas oscuras ocultaban sus resplandecientes ojos verde esperanza. Su piel era extremadamente pálida, como si nunca hubiese paseado bajo el sol, pero el secreto de aquella blancura era siempre caminar bajo la sombra de los árboles y en días de tramites casi eternos, llevaba una sombrilla que cubría toda su silueta de los rayos ardientes. No era de muchos amigos, ya que nadie le comprendía cuando hablaba de temas filosóficos. Él pensaba que toda la gente prefería hablar de música, el clima y muchas veces, sólo de cosas que no llevaban a ninguna parte. Cuando alguien le preguntaba algo que consideraba vacío, contestaba con otra pregunta, situación la cual dejaba a su receptor con una duda más grande que la del comienzo de la conversación. En caso de hallar algo sumamente burdo prefería callar y hacer de su silencio la ironía más impactante que se podía demostrar. Era amante de las hojas secas en otoño y eterno lector de cuanto libro encontrara a su paso. Adoraba su soledad, porque prefería estar en paz consigo mismo que buscar empatía entre seres cínicos e incomprensibles. En la calma y acogimiento de su hogar podía hablar con sus familiares con la confianza que no encontraba fuera, podía dialogar por horas con respecto a temas sumamente complejos, por lo cual muchas veces sus parientes le respondían con sólo una sonrisa de no entender con exactitud todo, pero era señal de escuchar con toda la atención del mundo y entrar en esa atmósfera de misterio interminable. Los más cercanos a su entorno lo hallaban un hombre culto y casi un súper héroe por lo valiente que se veía al caminar con su pecho sobresaliente, aunque sólo su familia notaba un miedo que lo aquejaba cada noche. Arriba de su cabecera tenía una lámpara pegada a su pared que colgaba. Dormía con ella encendida toda la noche, para estar siempre alerta. Bajo su almohada guardaba un encendedor y una vela blanca. Efectivamente, le temía de sobremanera a la oscuridad. Argumentaba su pánico diciendo que la noche era traidora, ya que le daba manos vivientes a las ramas de los árboles, que amenazaban con acercarse hasta llegar a sujetarlo del cuello, también decía, que a cada objeto inerte le daba vida y respiración para que al momento de tantear se sintiese perseguido por elementos los cuales lo dejaban paralizado ante la incertidumbre de saber si lo atacarán o no, y por último, planteaba que la oscuridad podía hablarle al oído y decirle que ya no se encontraría en ningún lugar. En resumen, su temor se basaba en no saber en dónde se encontraba y en esperar a que una bestia lo mordiera con brutalidad. Por esos motivos, muchas veces prefería meterse a su cama antes de que el sol se marchara tras la montaña. Encendía su lámpara y se aseguraba de que sus opciones secundarias siguieran bajo la almohada. Cerraba los ojos con fuerza para no abrirlos en medio de la noche y sentir el ruido de un grillo cantándole en la espalda podría ser lo peor que le pudiera pasar en medio de la madrugada. Así pasaba todas las noches, inspeccionando que su cuarto tuviera suficiente luz para no caer a un pozo sin fondo. De cuando en cuando los ruidos del patio lo despertaban, sentía los perros ladrar y algunas veces el viento golpear su ventana, en esas ocasiones se tapaba los oídos para no seguir escuchando y volver a dormir lo más pronto posible. Tomaba las sabanas con firmeza y se cubría hasta la frente. Sus cortinas cubrían los vidrios por completo, así como una camisa de fuerza apretando a un loco de atar. Para qué decir; le tenía a prohibido a todos en casa que se fuesen a meter a su habitación por la noche, pues podía morir de un infarto al sentir pasos provenientes de los lúgubres pasillos. Alguna vez deseo ver el amanecer tomado de la mano de una señorita que conocía hace años. Ella le contaba que le encantaba ir a la playa, no dormir por estar tirada en la arena fresca mirando las estrellas, y luego sentarse en las rocas hasta ver como salía el sol una vez más. Lo más probable es que admirara la valentía de aquella niña por permanecer ante el crepúsculo sin temblar. Lo cierto es que nunca cumpliría esa dulce fantasía pues ni la mano de aquella joven podría quitarle el temor de las venas, él ya lo sabía, y de todas maneras no se dejaría llevar por una mirada que lo llevase a su peor perdición.
En verano las noches se tardan mucho más en llegar, y en esa estación podía tomar un pequeño respiro y regar su jardín a eso de las 8:30 pm. Apenas veía el cielo anaranjado y el sol vibrar cada vez más bajo del cielo, cortaba el agua con suma rapidez y corría por los pasillos de la casa hasta llegar a su cuarto a realizar el mismo ritual ante la espera del anochecer. A pesar del abundante calor se metía a su cama igual, se volvía a cubrir con las sabanas a pesar de respirar ese aire ardiente. El calor, al igual que la noche, también es traidor. Una noche despertó en medio de una pesadilla en la que se hallaba en el infierno, una lava rojiza le cubría los pies, buscaba huir, pero no tenía escape, desde lejos un hombre vestido de negro lo miraba fijamente a sus ojos llenos de horror. Entre parpadeos nublados logró despertar completamente, con el corazón agitado miro el reloj que estaba clavado frente su cama, 3:15 am, y al sentir su cuerpo otra vez, noto que un sudor sofocante le invadía desde el pelo hacia abajo, sus sabanas húmedas no le podían brindar un poco de aire fresco, y la lampara arriba de su cabeza le quemaba el pensamiento sin piedad. Por un momento pensó en levantarse, pero llegar a concretar aquella idea le provocaba nauseas. Observó como las manecillas del reloj avanzaban lentas y tortuosas, cada paso del segundero hacia eco en su corazón desenfrenado. Seguía cubierto de aquel infierno de su pesadilla, pues ardía por completo en esa fiebre de verano. No aguantó más; con las manos temblorosas lanzó las sabanas hacia atrás, se enderezó de apoco, puso sus pies en el suelo, inseguro de su propia fuerza comenzó a caminar con cautela hasta llegar a la puerta de su habitación. Lo dudó, con pánico logró aceptar que sólo iría al baño unos pocos segundos para refrescarse y poder respirar en paz. Abrió la puerta casi a punto de desmayar, caminó por los pasillos tratando de no tantear nada con sus manos que esta vez sudaban frío, recordó el trayecto que hacía en el día por los mismos pasillos, y por fortuna encontró sin dificultad las luces de cada rincón. Se sentía un poco más seguro, pero aún así no haría el intento de mirar por la ventana. Con el corazón casi en la mano llegó hasta el baño, encendió la luz de un sólo golpe, cerro la puerta para que nadie fuese a entrar. Se miro al espejo con paciencia y sintió vergüenza al ver tanto pánico reflejado en la mueca de su rostro, dio la llave del agua, frotó sus manos estilando en su cara, luego agachó su cabeza para que el agua recorriera todo su cabello, y ya al fin aliviado pudo cortar el agua de inmediato. Todo había salido bien, o al menos eso creía. De repente ocurrió un corte eléctrico, se vio sumido en la oscuridad, volvió a tiritar y a sentir como el pecho se le estaba a punto de desgarrar. Explotó en un llanto silencioso y se quedó pasmado pensando torpemente en una solución. La sugestión lo llevó a creer que criaturas desconocidas caminaban por su lado tratando de intimidarlo, y no deseaba que la oscuridad le empezara a susurrar su muerte al oído. Recobrando un poco la cordura, decidió arriesgarse a tomar una caja de fósforos que vio sobre la taza antes del corte, con las venas a punto de estallar lanzó sus dedos en la dirección que considero correcta, al tocar la baldosa tuvo la misma sensación de estar posando las manos sobre una lápida gélida, se le erizó toda la piel, tomó la caja, la agitó, y para su preocupación notó que sólo un fósforo saltaba al interior. Provocó esa fricción entre el costado de la caja y la cabeza del fósforo, sus lágrimas secas se veían relucientes frente a la pequeña llama, pensó en correr por los pasillos y meterse a su bendita cama al fin, pero se contradijo creyendo que su diminuta antorcha se apagaría con la velocidad de su huida. Una gotera maldita le retumbaba en los oídos, mientras tanto se tiró al suelo en posición fetal con el fósforo en alto contemplando su alivio momentáneo. La llama se acercaba a su fin, pero no dejaría que esa luz se marchara. El fuego comenzó a encender sus dedos, yacía su piel roja y viva al descubierto. Pasó segundos eternos con un dolor que nunca había imaginado sentir. La llama se estaba devorando su mano derecha, se mordía los labios de dolor, consecutivamente un hilo de sangre goteaba por su mentón y su cuero caía muerto al piso oscuro. No soporto más la tortura, con taquicardia sacó fuerzas para soplar el fuego, de rodillas avanzó hasta una esquina en donde había un balde con agua, introdujo su mano al rojo vivo dentro de él, y vio como se perdía su última esperanza de ver la luz. Volvió a la posición fetal en la que estaba, sintió un ardor insoportable en su mano derecha, entonces la puso en el suelo para no pasarla a llevar con su piel sana y salva, de nuevo se dispuso a llorar, pero esta vez de miedo y de dolor por la enorme quemadura. Estaba aterrado, rezaba a ver si Dios lo podía salvar del infierno que lo estaba consumiendo, pero no ocurrió nada. Desconsolado siguió sintiendo sus lágrimas recorrer su cara desfigurada de impresión. El corazón no le daba tregua y se combinada con el zumbido de aquella gotera tan molesta. Hubiese dado cualquier cosa por apagar su vida de una vez por todas y acabar con el pánico que se estaba comiendo su sano juicio. Estaba tomando la decisión si acaso sería mejor desistir en la oscuridad que lo estaba rodeando o cerrar los ojos y morir en su oscuridad interna. Así pasaron las horas; intento dormir, pero se sentía invadido por cuanto espectro se le venía a la mente, se revolcaba de un lado a otro, desesperado, deseando que todo acabase lo más pronto posible. Sentía como si hubiese estado días ahí, una fatiga enorme le gritaba en el estómago, realmente estaba en el infierno, pues no paraba de sudar el calor que le emanaba de cada tramo de su silueta retorcida de temor. De pronto, en medio de su locura, vio un pequeño rayo entrar por la ventana que estaba al lado de la ducha. Se paró temblando, cuidadoso de no pasar a llevar su mano teñida de rojo, y con su mano izquierda se atrevió a abrir la cortina. El sol estaba saliendo al fin, ya podía mirar cada rincón y elemento del baño. Con alivió y exhausto de tanto luchar contra su miedo se volvió a lanzar al suelo, no se podía las piernas, estaba demasiado cansado, y arrastrándose se dirigió hasta la salida, alzó sus dedos lo más que pudo y abrió la puerta a duras penas. Volvió al arrastre, y se hallo fuera de la prisión que lo había mantenido encerrado durante la madrugada. Una vez más soltó el llanto, éste era una mezcla entre alivio y pena. Gritaba, golpeaba el suelo lanzando mil maldiciones en contra de la mala suerte que casi lo hizo perecer ante la maligna noche que tuvo que pasar. Miraba su mano herida, y lloraba con más ganas frente a la fealdad de su carne viva. Su cuerpo estaba agotado, pero su voz no se quebraba a la hora de seguir maldiciendo al cruel destino y a aquella situación tan normal que casi lo llevo al desquicio. En casa aún nadie despertaba del profundo sueño, no le podían oír mientras estaba en el piso quejándose de angustia y rabia. De igual forma le ganó el cansancio, de a poco fue cerrando los ojos, y al fin volvió a descansar de nuevo, sin preocuparse de encender luces ni velas....
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