domingo, 21 de marzo de 2010

Florecimos vertiginosamente.


Su nombre comienza con E de esperanza, la misma que me invadió aquel día de nuestro encuentro. Lamentablemente, ignoré que también podía ser E de engaño. Y ya sin más reproches, me lancé al riesgo de la incertidumbre, entre ganar o perder.
Esa tarde era nuestra, muy nuestra. Y, por cierto, predestinada, aunque nunca hubiésemos planeado algo, pues, de aquella manera, perdería la magia. Conversábamos sin oírnos, hablábamos sin decir, mas cuando noté su mirada buscando la mía, caímos en esa muda comunicación de la atracción. Se acercó a mi rostro, que trataba de retener el rubor. Temía que escuchara a mi corazón golpear la puerta de mi pecho. No hubo tiempo para calmar el caudal de emociones que corría por mi sangre. Los segundos previos a un beso siempre me hicieron temblar, y esta vez no fue la excepción. No bastándole con robar el brillo de mis pupilas, se aproximó a mi boca deseosa. Entonces me besó, no puse reparo, y me uní a sus labios sabor chocolate. Antes de ello, me comento mirando hacia el cielo, que la vida debería ser tan dulce como un chocolate. Pero, la vida no llegaba a tener esa dulzura. Y por un momento pensé que ese cálido sabor sólo se hallaba, nadas más y nada menos, que en su boca eterna. Aquella tarde, a vista de todo transeúnte, mil veces nos besamos, nos tomamos de las manos, nos abrasamos, nos miramos a los ojos tratando de no volver a parpadear, nos rozamos, haciendo que nuestra piel jugara a arder y palpitar por dentro, dejé que sus manos me palparan más allá de toda vestimenta. Es cierto, estábamos locos. Y de digna locura, no nos importó que la gente pensara que nos encontrábamos como perros en celo, o bien, enamorados desde siempre, aunque antes no nos hayamos visto nunca. A pesar de nuestra euforia por explorar la pasión, hubieron momentos de quietud. Nos hallábamos tendidos en el pasto, abrazados, floreciendo de forma vertiginosa. Cuando él irrumpió el silencio, mencionó que le agradaba el ritmo de mi corazón, que lo podía sentir latir fuerte, junto a su pecho. No pude hacer nada más que sonreír. Al cabo de unos instantes, también logré sentir su corazón, que latía tan vivo como el mío, mas no pude comentarle mi alegría. Me dijo que era muy linda, y casi ruborizada le pregunté si acaso hablaba en serio. A lo que respondió, en serio, asegurándolo dos veces. Su doble afirmación me hizo creer que mi presencia agradaba a su concepto de belleza. Durante largo rato no pronuncié palabra alguna, y él, curioso, me preguntó en qué pensaba. Le contesté que no pensaba en nada, que sólo la relajación me había invadido, dejándome muda. Le pregunté si él acaso pensaba en algo, y respondió que trataba de imaginar que podría estar pensando yo. Pues, la verdad es que si tenía largos pensamientos en mi mente, pero, no pude modular que me encantaba estar con él. De pronto, con sus manos inseguras, armó un escote alrededor de mi pecho, y sus dedos escalaron como exploradores que sabían el camino desde siempre. Llegando a la cima, bajando de nuevo, acariciando con suavidad cada tramo. No decíamos nada, tan sólo nuestro tacto hablaba de cosas las cuales no entendíamos nosotros, pero que, sin remedio, nos hacia estremecer aquella conversación ajena. De nuevo deshizo el silencio, y comentó que mi piel era muy suave. Esta vez volví a sonreír, pero avergonzada, y con un calor que hacía arder mis palpitaciones, mi sangre, mis huesos. Todo estaba en un punto de ebullición. El sol pegaba tan fuerte, cada cierto tiempo nos cegaba. Buscábamos la sombra por cada rincón, pero siempre volvía a iluminarnos, como queriéndonos perseguir. Creí que los rayos de sol brotaban de su cabello de oro, o de sus ojos de miel. Sí, es muy posible. De su luminosidad me contagió. Luego, caminamos por calles habitadas, pero a simple vista parecían desoladas, o mejor dicho, parecían nuestras. Transitamos de la mano, y por Dios, extrañaba tanto esa sensación de protección. Después, arrinconada, y el haciendo su voluntad, de nuevo nos invadía la locura. Nos daba lo mismo si alguien pasaba a señalarnos como pecadores desenfrenados. Frente a frente, apegados, explorándonos, no había manera de separarnos. Conocí su vitalidad, y con una de mis manos, decidida, hice maravillas, mientras nos quemábamos los ojos. Y el río corrió vivo y fresco, cayendo, como prueba de virilidad. Más tarde, se marchó él, con su luz de sol. Y me marché yo, con mi corazón, que desde aquel día, sé que canta armonioso.

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